Si los números se fueran de huelga y solo quedaran letras, me iría a escribir.
Abandonaría este sin sentido que vivo para hacer lo único que tiene sentido...
Contar historias, escribir...
viernes, 27 de junio de 2014
miércoles, 18 de junio de 2014
La espera
Reconoció su voz, tenía el timbre dulce y
melancólico que caracterizaba a las mujeres de su familia. Hacía más de una
década que no la escuchaba; la última
vez, en los albores de la adolescencia, llorando, le imploró que no se fuera.
Ese día gris, ya no escucho a la niña abandonada,
sino a la mujer. Esa visión generó tanto dolor, que Arturo sintió como si una
bala le hubiera perforado el hígado. Se encogió y su espalada acaracolada abandonó
la elegancia, que a pesar de sus más de setenta abriles lo mantenía siempre
erguido.
Llegaba a la cafetería al despuntar el día. No
pocas veces tenía que esperar en el frío nebuloso de la ciudad a que abrieran.
Marta, de puro pesar de ver al anciano congelarse en la puerta, llegaba más
temprano para tener en la greca, que sonaba como una locomotora destartalada, café
para ofrecerle a Arturo cuándo llegaba con sus dedos azules del frío. Las
visitas matutinas del abuelo se habían convertido en un ritual casi religioso. Arturo
se sentaba en la mesa frente al inmenso ventanal con vista a la calle, se
quitaba la boina, que combinaba con el paño del vestido y pasaba sus manos por
los tres pelos blancos que todavía le quedaban. Marta, con un interés casi
maternal, le servía el tinto con un poquito de aguardiente para que le subiera
la temperatura, se lo llevaba a la mesa, que al sentir el peso de la taza
protestaba y daba un paso renco derramando el café. Marta como Sísifo, obligada
a cumplir todos los días con una labor inútil, buscaba con ofuscación un pedazo
de cartón para ponerlo debajo de la pata de la mesa.
Arturo agradecía y disfrutaba de su amabilidad
con una pálida sonrisa. Ella se iba y continuaba con las labores de limpieza
del pobre lugar. Mientras Arturo, como si estuviera en un partido de ajedrez,
clavaba sus ojos en el ventanal con tal concentración, que nada lograba distraerlo.
Con sus ojos observantes y una tímida expresión de impaciencia, parecía que tuviera
una cita a ciegas. Entrada la mañana, con la resignación del que sabe que su
cita no llegará, cogía su boina, pedía la cuenta y salía solitario e invisible
caminando por la calle atiborrada de gente.
Esa mañana llovía tan fuerte que parecía que el
cielo se estuviera cayendo a pedacitos. Marta apenas si tuvo tiempo para
servirle el tinto con aguardiente y nivelar la mesa con una caja enrollada
cigarrillos, cuando la cafetería se inundó de personas que más que ejecutivos
parecían náufragos. Como ranas en concierto, hablaban sin parar, generando un
ruido tan ensordecedor, que la destartalada locomotora preparaba muda los cafés
y no dejaba concentrar a Arturo en su partida imaginaria de ajedrez, como todos
los días.
De pronto, de entre el concierto de voces
irreconocibles, escuchó la melodía apenas perceptible de un clarinete dulce y
melancólico. Sin pensar, giró buscando su origen y la vio. Ahí estaba Helena,
sentada sosteniendo el café con ambas manos tratando de ahuyentar el frío y
conversando con alguien invisible y sin importancia. Era hermosa, todavía conservaba
el rostro angelical que él recordaba desde la última vez que la vio, cuando
ella se quedó llorando de rodillas sobre la acera que no se fuera, mientras él
se alejaba altivo con su maleta. La vio sonreír y su sonrisa se abrió como una
mariposa iluminándole el rostro. “Como se parece a mamá” – pensó. Recordó la
sonrisa de la abuela en las tardes eternas cuando bordaba las casullas de los
curas para semana santa.
Por este momento había esperado en el frío de
la madrugada a que abrieran una desteñida e insulsa cafetería por los últimos
dos años. Había imaginado que cuando la viera le iba a decir: “Helena, Soy tu
papá”, con el mismo desdén con el que la dejo. Pero el impacto de verla fue
tal, que su altivez se convirtió en un disfraz hecho de viento y la brisa
gélida de la lluvia se lo llevó. Arturo quedó desnudo.
Arturo envejeció cien años, adquirió el aspecto
de un muñeco de vidrio a punto de romperse. Volvió su mirada a la ventana. Quería
pararse, pero sentía que las piernas se le iban a desarmar. Sus ojos
desgastados se llenaron de lágrimas. La taza del café se deslizó lentamente por
entre sus dedos como si estuvieran llenos de jabón y cayó al suelo. Su llanto
ahogado y el ruido de la taza al caer se confundieron con el barullo de los
náufragos. Como un caracol encorvado por el dolor, cogió su boina, se paró
torpemente sosteniéndose de la mesa, que
estuvo a punto de voltearse cuando la caja de cigarrillos salió como una bala y
pegó contra el vidrio. Como pudo se sostuvo con las sillas, salió entre
sollozos y empellones a la ciudad inundada por la lluvia y las lágrimas.
Marta aprovechando la bonanza de tinto y café
con leche que le trajo la lluvia, no tuvo tiempo de auxiliarlo. Con
preocupación lo vio salir tambaleándose como un borracho y pensó que al día
siguiente le preguntaría que le sucedía, pero Arturo nunca volvió.
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